viernes, 6 de diciembre de 2013

Mandela por Martín Espada


Piedra martillada en grava
para el poeta Dennis Brutus, en sus ochenta

Los oficinistas no sabían, a paso lento por 1963
y la estación Marshal Square de Johannesburg,
que ibas a lanzarte calle abajo entre ellos,
pensando que la policía jamás dispararía a la multitud.
El sargento Kleingeld no sabía, mientras escapabas
de sus manos fisgonas y la pistola en su cintura,
que un día sería una nota a pie de página en el libro de tu vida.

El policía disfrazado en la esquina no sabía,
taladrándote una bala en la espalda, que hoy su manotazo
se hallaría detrás de una vitrina del museo del apartheid.
Los transeúntes no sabían, mientras observaban
al hombre de color retorciéndose rojo en el suelo,
que sus zapatos resbalarían en la sangre por años.

Los hombres de la ambulancia no sabían,
cuando doblaron la camilla y se rehusaron a llevarte
al hospital para blancos, que se sentarían eternamente
en la sala de emergencias del infierno, hirviendo de una dolencia
que les oscurece la piel y los deja clamando por jabón.
Los guardias de Robben Island no sabían,
cuando martillabas la piedra en grava con Mandela,
que la Sudáfrica de sus padres
sería piedra martillada en grava por los presos
que de día soñaban una república de votantes
pero no podían orinar sin el permiso de un guardia.

¿Tú lo sabías?
Cuando la bala explotó las estrellas
en el cosmos de tu cuerpo: ¿sabías
que otros leerían manifiestos bajo tu luz?
¿Sabías que —después de que la ambulancia para blancos se fue,
antes de que la ambulancia para gente de color llegara— si es que sobrevivías,
desterrarías el apartheid de la ambulancia
con Mandela y un millón de manifestantes
bailando en cada funeral?
¿Sabías, dándole duro con el martillo a la cara estoica de la piedra,
que un estado policíaco no es nada más que un bloque de piedra
esperando la alquimia del polvo?
¿Sabías que, cuarenta años después,
presidentes de universidades y profesores de inglés
alzarían su copa de vino a tu nombre
y se preguntarían qué poesía podían escribir
con una bala en la espalda?

¿Qué sabe la gente a la que llamamos profetas?
¿Pueden conjurar el mundo a cuarenta años de ahora?
¿Pueden los poetas separar las nubes por una visión en el cielo
tan fácilmente como unas cortinas rozando el escenario?

Una barba no es una marca de profecía
sino la historia del rostro de un hombre.
Ningún ángel te empujó hacia la multitud:
corriste porque la sangre que fluía hasta tu corazón
te advirtió que una tumba de prisión iba a tragarte.
Ningún oráculo desplegó un banquete de reivindicación ante ti
en una visión: tú enviaste por correo tus poemas proscritos


pasándolos como cartas para tu hermanastra
porque el silencio del mundo
era una tormenta rebalsándote los oídos.

Sudáfrica sabe. Nunca le digas a un poeta: No digas eso.
Incluso mientras los guardias te miraron cabeceando en tu celda,
Incluso mientras pasaste los dedos por los puntos frescos luego de la bala,
las palabras palpitaban dentro de tu cráneo:
Sirenas nudillos botas. Sirenas nudillos botas.
Sirenas nudillos botas.

Martín Espada, La república de la poesía, traducción de Oscar D. Sarmiento.

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